Segundo viernes del ciclo "Enero poético" organizado por la Asociación Cultural Norbanova dentro de los actos de su décimo aniversario. Segunda velada en esta programación extraordinaria del Aula de la Palabra, que completaremos el próximo día 27 de enero con la presencia de la escritora Teresa Guzmán Carmona, que presentará su libro "Zapatos para pisar la lluvia". Hoy el protagonismo era para "Nortes", número 8 de la colección de poesía de Norbanova, la que en abril cumplirá diez años de existencia, la más veterana de nuestras propuestas culturales. Lleva ya unos meses editado este título y hasta ahora no habíamos podido presentarlo como se merecía, escuchando a su autor, Antonio Linares Familiar, leer de viva voz sus magníficos poemas. Ha sido una presentación y un encuentro verdaderamente atractivo, en el que terminó generándose un interesante diálogo entre el autor y el público asistente, complicidad que es parte de la idiosincrasia del Aula.
Publicamos a continuación la reseña realizada por Jesús María Gómez y Flores que ha servido para esta puesta de largo del poemario que hoy presentábamos.
Antonio
Linares Familiar en el AULA DE LA PALABRA.
Presentación de “NORTES”
De entre las
posibilidades que ofrecen las redes sociales y el mundo globalizado de
Internet, quizá sea la de hacer desaparecer el concepto material de la
distancia una de sus más significativas. Abolidos los obstáculos del espacio,
del kilometraje que separa voces e individualidades, todo parece más fácil, la
proximidad se instala y alimenta la camaradería de personas que nunca tuvieron
la oportunidad de estrecharse la mano y que quizá, sin esa inmersión en el
universo virtual de la red, acaso nunca habrían llegado a coincidir. Es lo que me pasó con el poeta que hoy nos
acompaña, Antonio Linares Familiar, al
que conocí a través de su blog de poesía “En
tierra de Ahulema”, y su perfil en la red social Facebook. Tiene Antonio un
magnífico olfato para elegir libros y lecturas, para seleccionar los poetas que
invita a su pequeña parcela del ciberespacio. Pero es algo que se comprende
rápido, pues él también es un consumado poeta, a la par que especialista en la
lengua de Shakespeare, de la que es
también docente y traductor. Sus inquietudes literarias van sin embargo más
allá de la actividad que despliega en las redes, y hemos de recordar que tiene
en su haber varios poemarios publicados, como “Bajo la sombra de mil vidas” (Editorial Prima Litera), “El perfil de la torre” (Baile del Sol),
y el libro que ahora presentamos “Nortes”,
(Norbanova Poesía), sin olvidar sus traducciones, como la de “La escalera de caracol y otros poemas, de
William Butler Yeats” (Ediciones Linteo), y sus colaboraciones en numerosas
antologías y obras corales.
Nos encontramos
ante un autor cuyo universo poético discurre paralelo al caminar del ser
humano, a sus inquietudes, a los referentes que han marcado el perfil de la
experiencia. Como poeta, sus versos se revelan firmes, construidos al abrigo de
una tradición poética que ha asimilado que el mensaje constituye la esencia del
poema, la necesidad de interrogar al lector y suscitar en él la reflexión y el
viaje hacia esos mundos interiores que surgen de sus estrofas, ornadas de
sólidas herrumbres. En Nortes, como
antes en El perfil de la torre, Antonio Linares se hace testigo de lo
que le rodea, de aquello que le ha marcado; lugares y sensaciones de los que se
nutre y que vertebran su palabra, directa y reveladora, como un disparo que
busca el entrecejo del intérprete, aguijón con que aniquilar la indiferencia.
Es “Nortes” un libro que destaca por
el perfecto encaje de sus cuatro apartados, que son visiones distintas del
universo del poeta, tintado de llamadas de atención que pretenden soliviantar
el ánimo del paseante inquieto que se acerca a estos poemas.
La primera
parte del poemario, “Norte de lugares
y memorias”, responde a esa dinámica de vuelta al hogar, de
contemplación y rescate de tiempos y remembranzas, donde la edad se enfrenta al
hieratismo de los recuerdos, a la complicidad de los edificios que los siglos
han convertido en ruinas. En línea con las maneras de su libro anterior, la
introspección hace suyos estos escenarios en el tránsito de la memoria. Castelo de Monterrei, Piedrahita, Peñaranda,
son lugares comunes de referencias telúricas para el poeta, que contrastan sin
embargo con los versos de Programa doble
o Puerta del Sol-Babilonia, que
evocan un imaginario más urbanita, pero igualmente condenado a confundirse con
la voz del autor, que entreteje nombres, rostros y neones para edificar su
propio universo: “tantas criaturas
soñadas forman mi realidad”. Especialmente intenso el poema dedicado a la Puerta del Sol, a la que convierte en
inapelable demiurgo que, con todo su bestiario, preside la mudanza del destino
que escenifica cada nueva (vieja) hoja arrancada del almanaque, en un mundo que
se reivindica poseedor del don de la ambigüedad y el desconcierto. En palabras
del poeta, “Sol-Babilonia con sus
campanadas decide que todo instante sea un año nuevo”.
Se cierra esta
primera parte con Nombres en las cunetas,
poema que dedica a sus familiares Pablo y
Braulio Linares, pero que hace extensivo “a todos aquellos que fueron arrebatados”. Son éstos, versos que
socavan la tierra, reprimenda dirigida a la conciencia colectiva desde la
absoluta negación del olvido.
“Norte de las convicciones”, segunda parte del libro, constituye una interesantísima experiencia
poética, tanto a nivel de su planteamiento formal como respecto de su
contenido. Nos hallamos ante cincuenta breves poemas (con numeración romana), en su inmensa mayoría constituidos por tres
versos, una suerte de heterodoxos haikus,
a modo de monólogo interior, en los que el poeta se interroga a sí mismo en
el teatro de la realidad, aunque siempre desde el alféizar del tiempo, con el
dolor de la tarde que va pasando y que se desangra, camino de la tierra.
Aparece de nuevo la obsesión por el olvido, por la ruina, por el crepúsculo que
aguarda: “Tengo cuarenta y ocho años, a
mi lado, el niño que fui espera mi caricia”, “El animal que guardo almacena crepúsculos mientras espera mi invierno”. Mientras quiebra el aire la música de la
incertidumbre, se alza como faro la necesidad de aferrarse a lo tangible: “las heridas no se calman con flores, sino
con la raíz del momento diario”.
La reflexión
tiene como aliado al silencio, a ella pertenecen los momentos en que la edad se
detiene ante el vidrio que contempla nuestro retrato, la silueta que deletrea
quiénes somos y que se esculpe con el latido de las horas. Es ese paisaje cosido
de silencios, donde el propio yo se yergue protagonista de las agujas del reloj,
el que puebla con sus claroscuros la tercera parte del poemario: “Norte de los silencios”. El
poeta hila su discurso a medida de una cotidianidad salpicada de aromas, de
sabores, de tactos de escarcha que alimentan la vejez de los dedos, mientras la
noche aproxima su abanico de sombras y atávicos temores se dejan sentir bajo
las sábanas:
“es tarde, muy tarde,
hoy, Caronte, una vez más, no ha llegado a su cita”.
Como en el
capítulo anterior, la voz acumula esperas, preguntas sin respuesta, versos que se
hacen de rogar cuando la penumbra sella los labios. El poeta escruta la
contabilidad macabra de la existencia, hace balance de quienes se embarcaron
hacia ese reino donde el olvido teje su pavorosa rueca: “recuento otras muertes para sumarlas en olvidos”. Aunque este apartado finaliza con un
contundente “Epitafio”, que condensa
las obsesiones que han maniatado al autor, rendido a la búsqueda de su norte en
la silenciosa bruma de la madrugada, aún descubre en “Seña de identidad”, y en la mirada libre de “almagres y sombras” de Alíah,
su compañera, aquel asidero donde la luz no sabe de las insidias de la
tormenta.
“Aprende de la ley de
los silencios, quema las puertas y apaga las mañanas de niebla”.
El Norte que se
revela en la brújula del poeta es ahora un juego de palabras y fonemas que
invitan a modular su voz con la certeza de la nueva mañana que se alza tibia
como humo de café caliente. La última parte del libro, “Norte de la (in)con(s)ciencia”, vertebra una discontinua
sucesión de poemas, que, como los anteriores, comparten un regusto de amargura,
sensaciones que se perciben a flor de piel, a ras de acera, con los colores del
día o el aliento de una presencia cercana, que llaman a “desterrar el estandarte de los silencios ignorantes”. La existencia se debate en una encrucijada de
caminos, el de no ser consciente y dejarse llevar por los hacedores de humo, el
empaparse de la consciencia que reside en los ojos de los niños, “esas criaturas resucitadas que redimen al
bardo”.
Y es que, como
uno mismo dijera: “es la hora de
apropiarse del vaho que despiden los mármoles y las carnes que aún no
conocieron la pólvora”. Quizá después sea demasiado tarde y la limpidez del
verbo se rompa en mil pedazos, como sucede en el poema “La metamorfosis del niño Lagarto”. No abandonará sin embargo el poeta el terreno
de sus obsesiones, con sus eclipses
programados y sus intermitencias. Poemas como “Perspectiva de una depresión”, o “(Re)conocimiento”, transportan al lector al ámbito de sus espacios
más íntimos, esos en los que duelen más la fragilidad, la impotencia y el
cansancio, pero también donde el descubrimiento de estar vivo abre paso a los senderos
de la esperanza y ayuda a marcar definitivamente el Norte, ese Norte, quizá el
de todos, que se antoja necesario.
Para finalizar, escuchemos al propio poeta, recitando el poema "Edades"
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